Mi papá falleció el pasado 28 de Septiembre luego de sufrir por varios años de la enfermedad de Alzheimer. Desafortunadamente no pude asistir a la ceremonia de su entierro debido a la restricción de viajes internacionales. Sin embargo, pude enviar este texto que leyó mi amigo Andrés Casas Casas.
Mi papá era un hombre complicado. Lo sé porque fue una de las cosas que heredé de él. Pasó mucho tiempo trabajando y, junto con mi mamá como su compañera y colaboradora principal, me dieron una vida privilegiada. Fue padre adoptivo para muchos, un patriarca generoso pero a la vez estricto.
Se fue por una enfermedad terrible que devora el cerebro; el mismo que nos hace humanos. Por coincidencias de la vida llevo viviendo en el exterior más de diez años. Sin embargo pude visitar con relativa frecuencia, al menos una vez al año—desafortunadamente hoy no fue una de esas ocasiones. En cada visita pude notar cada vez más cómo se fue desdibujando, desapareciendo. Como viendo una película al doble de la velocidad.
La memoria nos construye. Quisiera celebrar a mi papá con dos que son muy especiales para mi:
No me gusta afeitarme todos los días, pero tampoco me gusta la barba. Me afeito cada una o dos semanas y hace unos meses decidí volver a usar espuma de afeitar, luego de mucho tiempo de usar jabón convencional. Apenas me apliqué la espuma, el olor y la textura me transportaron instantáneamente. Me encontraba en el baño de la alcoba principal de nuestra casa en el barrio Niza de Bogotá. La casa que él construyó y en la que viví mi infancia y adolescencia. Mi papá se estaba afeitando. Yo estaba sentado en un asientico chiquito que mi papá ponía encima del lavamanos para que lo pudiera ver hacer su espectáculo de afeitada. Yo debía tener, no sé, ¿nueve o diez años? Recordé que me fascinaba verlo afeitarse. Afeitarse es como un acto de magia: una cara peluda, envejecida, y áspera se vuelve joven, suave, y perfumada. Quería poder algún día hacer esa misma magia. Ahora escribo esto con mi piel suave y perfumada.
Mi papá no era un tipo afectuoso en el sentido tradicional de la palabra. Su afecto era sobrio, austero. Pocas veces lo vi manifestarlo de forma no verbal. Sin embargo apoyaba mis decisiones y fue determinante en que yo resolviera estudiar una maestría en los Estados Unidos. Esto eventualmente llevaría a establecerme en Nueva York donde escribo estas palabras. Luego de mucho insistir, y con complicidad de mi mamá, logramos que vinieran ambos a visitarme unos días. Fuimos a museos y parques. Nos montamos en uno de esos buses turísticos sin techo que van por toda la ciudad. Hicimos un paseo arquitectónico en barco alrededor de la isla de Manhattan. El hambre de falta de almuerzo nos llevó a buscar una cena temprana en un restaurante español de un barrio bohemio donde además nos tomamos unos vinos. Se notaba que mi papá y mi mamá estaban contentos. Caminamos un poco más y sugerí y accedieron a una última copa a la vuelta de la esquina. Mientras caminábamos, le tomó el brazo a ella alrededor del suyo. Entraron al bar abrazados. Al sentarse consintió su mano y me pareció verlos como si apenas se estuvieran conociendo. Me di cuenta de cuánto la quería.
La memoria nos construye. La misma que él fue perdiendo poco a poco. Pero ahora nos corresponde construirlo a él, a partir de nuestra memoria colectiva. Virtudes y defectos. Pero definitivamente muchas más virtudes que defectos.